“Que el miedo no te detenga para amar”
Miércoles del Tiempo de Navidad
I Jn 4, 11-18
Sal 71
Mc 6, 45-52
¿Quién de nosotros no ha tenido miedo? ¿Quién de nosotros no ha sentido temor? A veces en nuestra vida nos sucede lo mismo que aquellos discípulos. Recordemos que entre los llamados por Jesús había algunos pescadores experimentados, que estaban acostumbrados a las adversidades del mar. Sin embargo, ellos también sintieron miedo.
Entonces ¿qué pasó? ¿Por qué tuvieron miedo? ¿Por qué no habían comprendido lo de los panes? ¿Por qué no entendían lo que el Señor les mostraba? Porque ellos eran duros de corazón.
El corazón puede ser de piedra por muchos motivos. Por ejemplo: puede ser por alguna experiencia dolorosa que hayamos sufrido (lo que les sucedió a los discípulos de Emaús); puede ser por falta de confianza en la otra persona (como le pasó a Tomás, que no creía en la Resurrección del Señor hasta que no viera la marca de los clavos en su cuerpo); tal vez el corazón se ha endurecido porque no estamos dispuestos a acoger la corrección del otro (al igual que los escribas y fariseos, que no les gustaba ser corregidos por Jesús).
El corazón se va a endurecer en la medida en que uno se encierre en sí mismo, en su comodidad, en sus gustos, en sus ideales. Esta cerrazón puede darse por muchos aspectos: por orgullo, por vanidad, por suficiencia, por soberbia. El Papa Francisco los llama “hombres-espejo”, ya que viven encerrados en sí mismo para mirarse continuamente. ¡Los narcisistas religiosos! Tienen un corazón tan duro porque están cerrados, no abiertos.
El corazón, cuando se hace duro, no es libre. Si el corazón no es libre, es porque no ha sabido amar. San Juan nos lo decía hoy en la primera lectura: “no hay temor en el amor, sino que el amor perfecto expulsa el temor, porque el temor mira el castigo; quien teme no ha llegado a la plenitud en el amor”.
El corazón que no sabe amar no es libre y siempre tiene temor de que le suceda algo doloroso o triste, que le haga pasar un mal momento en su vida. ¡Cuánta imaginación la que se crea por falta de amor! Por eso, el corazón de los Apóstoles era torpe, porque no habían aprendido a amar.
Entonces surgirá una pregunta: ¿quién nos enseña a amar? ¿Quién es el único que nos puede librar de esa esclavitud? Solo la gracia de Dios que proviene del Espíritu Santo que había en nosotros desde el día del bautismo.
Por más cursos que tomemos sobre el amor, por más prácticas mundanas en las que podamos imbuirnos, si no nos abrimos a la luz del Espíritu Divino, no seremos libres para amar. Seguiremos siendo esclavos de nosotros mismos, de nuestros temores, de nuestros egoísmos, de nuestra soberbia.
Pidámosle al Señor que nos siga enviando al Espíritu Santo, aquella fuerza que necesitamos para eliminar todo egoísmo, aquella gracia de romper la dureza del corazón, haciendo que nuestro corazón se haga dócil al Señor, dócil a la libertad del amor.
Pbro. José Gerardo Moya Soto