“Un amor que se entrega”
Viernes Santo de la Pasión del Señor
Is 52, 13- 53, 12
Sal 30
Hb 4, 14-16; 5, 7-9
Jn 18, 1- 19 42
El misterio de la cruz en la vida de Jesús -y, por tanto, también en la nuestra- es la revelación cumbre del amor, pues no existe un modo más verídico de expresar amor que dar la vida por aquellos a quienes se ama.
Pues bien, el poema más sublime de amor que es la vida, pasión y muerte de Cristo pide de nosotros una respuesta también de amor: “Nosotros amamos a Dios, porque Él nos amó primero. Pero si alguno dice, ‘yo amo a Dios’, y aborrece a su hermano, es un mentiroso. Pues quien no ama a su hermano, a quien puede ver, no puede amar a Dios a quien no ve” (cfr. I Jn 4, 19 ss).
Nosotros creemos y decimos que la cruz es la señal del cristiano, porque por medio de ella se da la fuente de la vida y de la liberación total, como signo del amor de Dios al hombre por medio de su Hijo Jesucristo. El amor que se derrocha en la cruz es la única fuerza capaz de cambiar al mundo.
Jesús nos pudo haber salvado desde el triunfo, el poder y la gloria, como si se tratase de un súper héroe. Pero prefirió hacerlo desde nuestra condición humana: ser uno más, demostrándonoslo por medio de la humildad, el servicio, la obediencia y renuncia en vez de imponerse desde su categoría divina.
Jesús nos invita a seguirlo en la autonegación que nos libera, abrazando con amor la cruz de cada día, siempre presente de una u otra forma. Saber sufrir por amor es de sabios: “el que quisiera salvar su vida, la perderá; pero el que pierda su vida por mi causa, la salvará” (Mt 16, 25-26).
El secreto de la cruz de Jesús es el amor, y la única manera de entenderla y convertirla en fuente de vida es amando generosamente a Dios y al prójimo como Cristo nos enseñó. Que también nosotros, a ejemplo del Maestro, podamos entregarnos por amor a los hermanos, puesto que “no hay amor más grande que el que da la vida por sus amigos” (Jn 15, 13).
Pbro. José Gerardo Moya Soto