“Dios te eligió: ¿sabes para qué?”
Miércoles de la cuarta semana de Pascua
Hch 12, 24- 13, 5a
Sal 66
Jn 12, 44-50
Una vez más se nos demuestra que la Palabra de Dios se difunde por todas partes, ya que el mismo Señor había prometido que los poderes del mal no prevalecerían sobre la Iglesia (Cfr. Mt 16, 17). El Evangelio sigue siendo predicado y se propaga cada vez más a diferentes regiones de la diáspora.
Ciertamente que Dios pudo haber propagado la Buena Nueva por todo el mundo sin dificultad alguna, pero no lo quizo así. Se apoyó en su obra más perfecta: la humanidad. Sí, el Señor jamás había apartado su mirada de nosotros, sus hijos amados. El Señor constantemente nos invita a todos a ser portadores de su Evangelio, de continuar su obra salvadora en el aquí y ahora.
Muchas veces hemos escuchado: “yo no soy capaz de llevar la Buena Nueva”, “soy torpe en mi manera de hablar y pensar”, “no tengo talentos que presentarle al Señor”, etc. Infinidad de objeciones le presentamos al Padre. Pero Dios mismo confía en nosotros: no por nuestros talentos, no por nuestra inteligencia, sino por que Él mismo nos ha dado su Espíritu Santo. Recordemos: Dios no te pondrá pruebas mayores a las que tú puedas soportar.
Dios nos ha reservado una tarea fundamental a cada uno de nosotros: a Saulo y Bernabé los mandó a evangelizar a diferentes regiones; a los padres les ha encomendado la tarea de cuidar y velas por sus hijos; a los hijos les ha designado el cumplir con las obligaciones que sus padres y mayores les designen; a los sacerdotes nos a destinado a servir al pueblo que se nos ha encomendado. El Señor nos sigue dando tareas específicas que llevar a cabo en nuestra vida.
Es cierto, en ocasiones no logramos cumplir con esas tareas que se nos han encomendado, por nuestra fragilidad humana. Pero aquí las palabras de Cristo serán muy consoladoras: “no he venido a condenar, sino para salvar”. Jesús nos anima, confía en nosotros. Él sabe que podemos desempeñar con amor y fidelidad la misión que nos ha dado. Confía en Dios, encomiéndale tus debilidades para que te llene de su fortaleza y puedas realizar satisfactoriamente la tarea que Él te ha confiado.
No rechacemos al Señor, como los judíos de aquel tiempo. Al contrario, aceptémoslo como esa luz que ha venido al mundo, para que creyendo en Él no sigamos en las tinieblas. Jesús es la luz de nuestra vida, es la luz del corazón. Permitamos que esa luz ilumine todo nuestro ser y así, confiados plenamente en Él, podamos consagrarle fielmente nuestra vida, cumpliendo con todo aquello que nos pide.
Cristo, luz del mundo, ilumínanos.
Pbro. José Gerardo Moya Soto